martes, 10 de junio de 2008

Franklin, el Ártico y el plomo

La última reunión de la comunidad de vecinos de mi escalera, un pequeño calidoscopio del alma humana, culminó con la necesidad de una derrama de 600 euros para cambiar las viejas cañerías de plomo por cañerías de cobre. Primero, me indigné. Pero enseguida me vino a la memoria la figura del explorador británico Sir John Franklin.

Franklin protagonizó uno de los hitos más remarcables de la exploración polar cuando el 16 de agosto de 1825 plantó la bandera de Su Majestad en la desembocadura del río MacKenzie, dos días después de saber que su mujer, a quien no veía desde hacía meses, acababa de morir de tuberculosis en Inglaterra. El objetivo de estas expediciones, a parte de ensalzar el imperialismo tradicional británico, era encontrar el legendario paso del Noroeste, una ruta marítima que permitiera navegar de Europa al Pacífico sin cruzar el canal de Panamá ni superar el tumultuoso estrecho de Magallanes. Franklin no encontró nunca este paso, es más, murió en el intento hacia 1847. Las pocas noticias que llegaron de esta última expedición anunciaban comportamientos terroríficos que rozaban la locura y el canibalismo.

En 1984 el antropólogo Owen Beattie rehizo la ruta de la expedición y encontró unos cuantos cadáveres a centenares de kilómetros del barco, rodeados de una gran cantidad de objetos inútiles, cargados de provisiones y con señales evidentes de canibalismo. ¿Cómo podía ser que exploradores experimentados hubieran arrastrado durante centenares de kilómetros bultos absurdos en medio del frío y la oscuridad del invierno ártico, que hubieran abandonado el barco sin motivo aparente y, más todavía, que se hubieran devorado unos a otros teniendo provisiones para sobrevivir tres años? Beattie analizó los cadáveres perfectamente conservados y encontró cantidades ingentes de plomo en los cabellos y otras zonas de crecimiento rápido. Este resultado indicaba que el plomo había penetrado en los cuerpos de aquellos hombres durante la expedición. El plumbismo, el envenenamiento por plomo, ataca el cerebro, hace que las personas se vuelvan irritables, nerviosas, agresivas y no deja pensar con claridad.

El barco comandado por Franklin llevaba a bordo una de las últimas novedades tecnológicas de la época: latas de conserva que se soldaban con nueve partes de plomo y una parte de estaño. Beattie analizó también algunas de estas latas y encontró cantidades venenosas de plomo en los alimentos que contenían. El drama, pues, estaba servido antes de que la expedición zarpara. Cómo debió de ser la intoxicación y el enloquecimiento posterior es sólo parte de la imaginación. En un cierto momento, sin darse cuenta de nada, aquellos hombres sensatos quizás cargaron los trineos con muebles, bandejas, alfombras, la cubertería de plata de Su Majestad, cajas de madera y algunas latas de conserva para abandonar la seguridad del barco y vagar durante meses en la oscuridad del invierno ártico. Aguijoneados por el frío afilado como cuchillas, algunos aullaron como bestias heridas, otros mostraron un comportamiento más taciturno, más sombrío. La desconfianza aumentó y la cohesión del grupo cayó en picado hasta que, agotados, barbudos y raquíticos, acabaron devorándose mutuamente, con dientes y uñas como únicas armas en una vorágine que ni el destello mágico de la aurora boreal osó iluminar. Y quizás por eso, hoy, religiosamente, he ingresado los 600 euros en la cuenta de la escalera.

No hay comentarios:

 
Free counter and web stats